sábado, 8 de septiembre de 2012

Hokusai en el armario


Permíteme que te imagine aquella tarde. Y empiezo a imaginar, porque tal vez fue una mañana. Y sí, lo veo ahora, atardecía y la pequeña galería londinense especializada en arte japonés estaba a punto de cerrar, pero el dueño te dijo que no, que no te marcharas y te tomaste el tiempo necesario para elegirlo, bueno, os tomasteis el tiempo necesario, quiero decir, que también estaba el Profesor, al que siempre escuchas. Luego dos años guardado en tu casa, a la espera del momento propicio, porque aquel cumpleaños no pudo ser y el siguiente tampoco. Y ahora por fin conmigo: la felicidad guardada dos años en el fondo de un armario a la  espera del momento oportuno.


Allí, nadie con buen gusto y suficiente refinamiento expondría sus objetos más preciados a la vista de todos. Por eso, para ser fiel a la tradición, este grabado tendría que volver al envoltorio de seda y al fondo un armario del que únicamente saldría para ser disfrutado a solas y,  en contadas ocasiones, para ser admirado junto a un amigo de muchísima confianza con el que compartir algo tan íntimo como el placer de contemplar lo que te conmueve de veras. No llego a ese extremo, pero ahí está, colgado en la pared de la habitación más privada de la casa, en un rincón donde no llega el sol, para disfrutarlo a solas y descolgarlo sólo muy, muy de vez en cuando.


No hay olas, ni está el monte Fuji, ni tampoco cortesanas que retuercen sus sedas bordadas de pájaros y flores en posturas imposibles. Solo el calor, el aliento tibio de estas plantas empañando el corazón de emociones nuevas.